lunes, 10 de octubre de 2011

El camino a La Paz con pies pequeños

Protesta. En juego han creado la Asociación de Niños Afectados por la Marcha 

Roberto Navia Gabriel.

Ximena es la vicepresidenta de los niños marchistas y tiene un mono capuchino de peluche que se llama Tipnis. No es una niña cualquiera, no porque sea la hija de Rafael Quispe, el presidente del Conamaq, sino porque a sus 11 años ya probó el palo del poder cuando en el campamento de Chaparina, cerca de Yucumo, mientras jugaba a la gallinita ciega, un policía, en su afán por desbaratar la caminata indígena que va a la Paz, le cortó la cara y la tiró a una camioneta como se arroja a un animal, según su testimonio.
Ser niño en la marcha a favor del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) no tiene muchos privilegios. Entre los 1.000 marchistas que buscan evitar que una carretera parta en dos ese recurso natural, 96 son menores de edad, entre bebés de pecho y niños de 13 años. Sus padres los han llevado porque no tienen con quien dejarlos en sus chozas de monte adentro.
Pero sin pretenderlo, los niños en esta marcha se están enterando en carne viva de que el Tipnis se puede defender con la vida. Tal cual. Desde el 15 de agosto, cuando empezó la medida desde Trinidad, ha muerto Pedro Moye, de 13 años, que se cayó de una camioneta; Juan Uche Nosa, de ocho meses, no aguantó una infección estomacal y dos mujeres embarazadas abortaron por los traqueteos de la caminata. Desde entonces, el chiquitano Javier Cuéllar camina rumbo a La Paz con una bandera en memoria de todos los caídos.
La única ventaja que tienen los niños es que son los únicos que comen pan antes de que la columna de humanos, que camina a paso de hombre, empiece a marchar por lo general a las seis de la mañana. “Los niños tienen que tomar un tecito para que aguanten la jornada. Los adultos esperamos hasta el almuerzo”, dice Adolfo Chávez, el presidente de la Confederación de Indígenas de Bolivia (Cidob). Después, ellos también tienen que levantarse al ritmo de sus mayores y ayudar a armar las carpas cuando llegan a un lugar de descanso.
Un campamento es como un pueblo nuevo al que tienen que acostumbrarse por pocas horas. Antes del 25 de septiembre, cuando los policías arremetieron contra los indígenas con modales de dictadura, los niños, como Juan, como Raquel o como Ximena, jugaban por su cuenta cuando sus padres les daban permiso después de ayudar en los quehaceres de la marcha. Pero después de aquel episodio, la Unicef ha implementado un programa de apoyo a niños víctimas de la violencia que se llama Un nuevo sol por el bienestar comunitario.
Los funcionarios de la Unicef se disfrazan de payasos y les enseñan jugando cómo soportar los malos recuerdos para que estos no les hagan la vida imposible cuando lleguen a adultos. Es un trabajo que esa institución viene desarrollando en escenarios donde la violencia o los desastres naturales se ensañan con los menores de edad. En Bolivia ya fue desarrollado en las inundaciones de Beni y en el megadeslizamiento de varios barrios de La Paz. Claro, los niños son los que juegan, pero muchos adultos también se divierten con la gracia de un payaso.
La sonrisa fue un bien escaso durante el ataque de la policía a los marchistas aquel 25 del mes pasado. Ernesto lloraba pero después se hizo el muerto. “Así me salvé de una paliza”, cuenta este niño de ocho años en el campamento de Quiquibey. Esa estrategia no la había visto en la tele antes, sino la había escuchado en las conversaciones de los adultos del pueblo chimán dentro del Tipnis. Ernesto dice que vio cómo los ‘pacos’ le daban duro a Ximena, y por eso se tiró al suelo, se cubrió entre los barbechos y se puso duro como un palo. “No diga mi apellido por favor. La Policía me va a venir a buscar”, dice. Es que los niños de la marcha continúan con miedo y para combatirlo han creado la Asociación de Niños Afectados por la Violencia. Entonces, para evitar represalias, la portavoz oficial, la que puede hacer declaraciones con su nombre y apellido es Ximena Quispe.
El miedo se siente entre los niños. Ahora, cuando escuchan el sonido de un petardo, algunos se ponen a llorar. Eso ocurrió el viernes en Caranavi cuando los indígenas ingresaron al pueblo arropados por los vecinos y al ritmo de cohetes que explotaban en el aire. Tras el reventón, se ponían a llorar porque pensaban que la Policía estaba ahí, lista para atacar. Los dirigentes ya piensan en instalar un gabinete de sicólogos para que realicen terapia a los menores de edad para evitar que crezcan con traumas.
Pero Ximena Quispe, a nombre de los afiliados de su asociación, dice que no hay mucho drama porque así como muchos han sido golpeados, también han sido testigos de acciones que les han hecho sentirse queridos. Ella misma ha visto cómo una multitud de vecinos de Rurrenabaque ha puesto el cuerpo para liberar a casi 300 indígenas que iban a ser subidos en un avión rumbo a un destino desconocido.
Ximena, morena y delgada, también sintió el calor de la gente que no conoce después de tres días de haber sido golpeada, cuando en el campamento de Rurrenabaque le festejaron su cumpleaños número 12. Ella ha reído, cantado y bailado, y en ese momento se olvidó de la herida que tiene en la cara.
Ahora, los niños también juegan a ser los líderes del mañana. Juan, cuando sea grande, quiere ser como Fernando Vargas, el presidente del Tipnis. Le llama la atención cómo los periodistas se amontonan para entrevistarlo y él responde a las preguntas sin ponerse nervioso. Raúl Apuesta a ser un hombre como Adolfo Chávez, el presidente de la Cidob, porque admira que el hombre esté marchando con unos fierros que los doctores le han puesto en su brazo para que se sane de un accidente que tuvo.
Ximena Quispe quiere ser como su padre y si en adulta le toca volver a marchar hacia La Paz, afirma que por más vieja que sea, igual llevará a su mono de peluche que ella lo bautizó con el nombre de Tipnis.
    Por el camino   

 Juegos. Como los niños no se llevaron juguetes, se divierten con recursos de la naturaleza: las piedras son sus camioncitos, los palitos que caen de los árboles son sus soldaditos.

 Mascotas. Los perros que se suman a la marcha, ya sea porque les dan de comer o cariño, son los que hacen los días más agradables para los menores. Los animales juegan con los niños.

 Política.
Los niños también hablan de política y reniegan contra el Gobierno. No entienden cómo es que el presidente no pueda atender a sus padres antes de que lleguen a La Paz.

 Integración. En la marcha también hay una integración cultural entre el altiplano y los llanos. Un niño del occidente pregunta a otro del oriente qué quiere decir cheruje.

 Preguntas.
Otro niño de tierras bajas pide a su amigo que llegó de Oruro que le cuente cómo es la llama, porque él solo la ha visto por televisión. “¿Es verdad que escupe a los que la quieren agarrar?”, le pregunta.

 Espacio.
Algunos menores de edad nunca han visto un televisor. Por eso, cuando pasan por un pueblo quieren que alguien les muestre cómo es ese aparato del que muchos les han hablado.

 Estudios. Hay niños y niñas que hacen tareas entre una parada y otra, para no perder mucho el avance escolar. Otros no estudian porque hay pocas escuelas en el Tipnis.

 Solicitud. Las madres se comienzan a preocupar y piensan pedir a las autoridades que les permitan salvar el año escolar a los niños que no tenían con quien quedarse en la comunidad.
Es incierto el perjuicio que hay en la escuela
Cuando la marcha indígena haya terminado, el reto que tienen los niños que participan de ella es ponerse al día en la escuela. Los líderes del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) han aclarado que cualquier perjuicio en los estudios de los niños es responsabilidad de sus padres.
¿Por qué los niños acompañan a sus padres? Porque no se pueden quedar solos en el bosque. Esa es la respuesta que dieron algunos progenitores. Entonces, como se trata de una medida de presión contra el Gobierno y para evitar que el Tipnis sea partido por una carretera, muchos prefieren sacrificar los estudios de sus hijos.
Pero también hay otros motivos que pesan para tenerlos en esta caminata. En muchas de las 69 comunidades que pueblan el Tipnis, no hay escuelas, o si existen, solo tienen hasta el quinto de primaria. Es decir, muchos niños y adolescentes no están estudiando.
En el Tipnis, como el Estado no asiste ciento por ciento con la educación gratuita, existen internados dirigidos por iglesias evangélicas que garantizan el bachillerato. Pero estos internados son contados con los dedos de la mano y los estudiantes tienen que navegar hasta dos días por los ríos para llegar a clases.
Los que se quedaron están siendo atendidos por sus hermanos mayores. Así, adolescentes de 15 años están haciendo el papel de padres o madres durante los casi ya dos meses de marcha. Ester Chové está caminando a La Paz y está preocupada porque la comida que les dejó a sus hijos que se han quedado en el Tipnis ya está por acabarse. “Yo no pensaba que la marcha iba a durar tanto. Estoy tratando de llamar a algún familiar de Trinidad para que vaya a ver a mis guagüitas”, dijo ayer en Caranavi.
Marlene Moye tiene de la mano a su hijo de siete años. Ella tiene miedo que la maestra ya no lo deje entrar a clases cuando retorne. Entonces, dijo que enviarán una carta al Ministerio de Gobierno, en la que firmarán todos los padres que trajeron a sus niños a la marcha, para solicitar que se dé la posibilidad de que no pierdan el año escolar.

Las cifras

96
Es el número de niños que acompaña a sus padres en la marcha indígena que partió desde Trinidad.

160
Kilómetros es lo que faltaba para llegar a la ciudad de La Paz, desde Caranavi.


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